Guerra civil y Franquismo di Michela Costa (costamic5@yahoo.it), Elisabetta Moggi (elisabetta.moggi@libero.it)

La lengua de las mariposas de Manuel Rivas

El cuento La lengua de las mariposas [S1] [S2] [S3] [S4] es considerado una de las mejores narraciones del escritor gallego Manuel Rivas [S1] [F1] [I1]. El cuento, contenido en el libro ¿Qué me quieres, amor? (1995), está ambientado a comienzos de la Guerra Civil en un pequeño pueblo de Galicia.

Cuenta la historia de un niño de ocho años, Moncho, que tiene miedo a la escuela porque ha oído que los maestros pegan. Pero, gracias a Don Gregorio, un paciente maestro al que le encanta enseñar, se da cuenta de que no es así y empieza a ver el mundo con otros ojos.

El pasaje literario que van a leer es la dramática escena final que subraya ese clima de incertidumbre, conflicto y miedo: el maestro, respetado y apreciado en la España republicana, es detenido e injuriado por la gente del pueblo.

De La lengua de las mariposas en ¿Qué me quieres, amor?, Manuel Rivas, Puntodelectura, Madrid, 2003.

“¿Sabeis lo que está pasando? En Coruña, los militares han declarado el estado de guerra. Están disparatando contra el Gobierno Civil.”

“¡Santo Cielo!”, se persignó mi madre.

“Y aquí”, continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen, “dicen que el alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mandó decir que estaba enfermo”.

Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese llegado el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como hojas secas.

Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a misa, y volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora.

“Están pasando cosas terribles, Ramón”, oí que le decía, entre sollozos, a mi padre.

También él había envejecido. Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.

“Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo”.

Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me dijo: “Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda”. Me trajo la ropa de fiesta y mientras me ayudaba a nudar la corbata , me dijo con voz muy grave: “Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro.”

“Sí que se lo regaló”.

“No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien? ¡No se lo regaló!”

“No, mamá, no se lo regaló.”

Había mucha gente en Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la Alameda no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.

Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al que llamaban Hércules, padre de Dombodán... Y al final de la cordada, chepudo y feo como un sapo, el maestro.

Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó imitando aquellos insultos.

“¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!”

“Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!” Mi madre llevaba a papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no desfalleciera. “¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!”

Y entonces oí cómo mi padre decía: “¡Traidores!” con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, “¡Criminales! ¡Rojos!”. Soltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida hacia el maestro. “¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”

Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. “¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!” Nunca le había oído llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. “Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recurda eso”. Pero ahora se volvía hacia mí enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. “¡Grítale tú también, Monchiño, grítale tú también!”

Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: “¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”

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